Podría
escribir sobre mil temas, acariciar las palabras de muchas formas diversas y
tal vez, no encontraría la forma perfecta y directa de decir lo que siento,
preciso y quiero. Estoy sentado a un costado de la vieja catedral linarense, observando
el taciturno caminar de los transeúntes, como enjambre que pulula en la gélida
alfombra asfáltica de la tarde invernal. Es, tal vez, el frío; quien hace que
un pensamiento se congele en mi mente y me transporte por los senderos del
tiempo a las tardes de veinte calendarios pasados. La misma calle, el mismo
lugar, la misma gente, pero otros momentos. Es increíble como el tiempo pasa
por los pueblos, las calles, las gentes, los campos. Y es curioso ver como los
edificios atesoran pinturas y esculturas que son testigos mudos de los cambios,
los avances y transformaciones. Están allí, esperando ser descubiertos.
Escondidos, aguardando ser admirados. Son una pausa en el tiempo, un
pensamiento como el que se me ha quedado congelado en la mente.
El devenir
vertiginoso del progreso, avanza a grandes zancadas y devora todo a su paso.
Hace que los hombres veamos lo que queremos ver, lo que anhelamos ser y no lo
que en realidad somos. Vivimos mirando al mañana, hacia al mundo, al futuro.
Valoramos todo lo foráneo, lo extranjero, lo invasivo. Tuvieron que pasar
veinte años, varios pueblos y países para darme cuenta que este es mi es mi
lugar en el cosmos. Es mi paisaje, mi identidad y mi contexto. Es ahora cuando
valoro lo que soy, lo que tengo y añoro. Hace muchos años estuve en esta
catedral, despidiendo a un gran pintor linarense. Fue mi primer maestro de oleo y paleta. Lo despedí,
junto a la que fuera su esposa, y en aquel momento mi profesora de historia del
arte en una universidad maulina. Cuantas cosas me enseñó aquella noble maestra.
A mi clase y a mí, nos hizo recorrer el mundo con diapositivas de todos sus
viajes, de museos; El Louvre, la Alambra, El Prado, la Fundación Miró, entre
muchos y bellos lugares. Me hice a la vida para seguir sus pasos y me fui por
el mundo a recorres esos lugares, para encontrar la belleza, el mundo o qué se
yo. Ahora que me encuentro sentado en este lugar, contando los mismos ladrillos
de hace veinte años me doy cuenta de que mi mundo está aquí. Siempre estuvo
aquí, aguardando por mí para contarme sus secretos, sus desvelos y su
esencia.
Solo espero
que mis alumnos logren develar algún día este gran misterio de la verdad
humana. Tomé la calle por la cintura y
comencé a recorrer su anatomía, crucé la hermosa plaza centenaria, víctima fiel
de un cura alocado que la maldijera en sus cuatro esquinas en tiempos de la
colonia. Entré al municipio, subí hasta la sala de concejo y me senté frente a
un mural majestuoso. Allí estaba la mano de aquel pintor muerto que guió mis
pinceladas hace muchos años atrás. Allí lo comprendí todo. Tras cada tinte de
color se escondía el alma del maestro, el mural, comenzó a conversar conmigo, a
darme gritos de enseñanza, de moralejas, de verdad. --“Yo soy el pintor
muerto”--, me gritaba. “Vivo en mi pintura, aquí yo soy el dueño, sigo
enseñando a pintar y tu abandonaste tu sueño.” Ya nada puedo decir, tal vez, volver al
oficio. Cada lugar grita una historia, un autor, un genio. Solo sé que
comenzaré mi periplo linarense para dialogar con mi pueblo, con mis calles, con
mi mundo.